soledad y trascendencia
-¿Y qué
pensaste que iba a pasar cuando le dijeras cómo te sentías?
Marina se
prendía un cigarrillo pero en realidad no lo fumaba. Le gustaba el olor, el
humo. Lo dejaba consumirse en sus manos y le gustaba ver caer la ceniza en
forma de un grotesco gusano.
-No…no… ¡no sé!
Fernanda
moqueaba y moqueaba, y las lágrimas desesperadas de borracha le caían de los
ojitos tristes para fundirse con los mocos. En una teatralización inmensa de su
drama, por cada hipo monstruoso y patético se tomaba un sorbo cada vez más
largo de su cerveza. Se la terminó de una. En general, Fernanda estaba en pedo a la segunda pinta, y esta era la tercera.
Marina si sabía exactamente lo que esperaba Fernanda del tipo de turno.
“Oh, esperaba, que tal vez, por una vez, cuando le dijera que yo lo quería, que
yo lo esperaba, que incluso podía decirme aquel nombre que todavía le duele en
las manos y en la garganta, él iba a decirme que sí; que sí, que quería estar
conmigo, que sanaría al lado mío. Pero se dio media vuelta y se fue”. Panorama
imposible. Relacionarse de manera sana no estaba de moda entre los jóvenes de
la Capital. Marina ya se había elaborado una teoría preciosa: todos los hombres
sensibles y heterosexuales del mundo habían sido repartidos entre todas las
mujeres, no para tener un alma gemela eterna, sino para que tuvieran la
definitiva y espectacular rotura de corazón. De pronto todos los hombres que
Marina y Fernanda conocían habían tenido un pasado “muy difícil, una relación
muy destructiva, no podían superarlo”. Habían llegado tarde al reparto de
tipos, pensaba. Y a ella que le generaba tanto placer destruir cosas.
Por
supuesto que Fernanda lloriqueaba y lloriqueaba por esto, y a Marina hacía
tiempo que esta situación le había dejado de importar. Se sentía muerta por
dentro. Hacía tiempo que, caminando por las eternas calles de veredas angostas
de la Capital, había sido asaltada por una insoportable angustia que le
cerró la garganta y no la dejó avanzar. Miró hacia arriba y solo vio una
pequeña porción de cielo, que bastó para que se dé cuenta de la potente y
enormísima densidad del mundo, solo para recordar, que lo habitan millones y
millones de personas, y que ninguna nunca la quiso, ni la querrá. Su voz se
volvía finita y sin aire, y exclamaba casi ya del todo ahogada:
-¿Qué
sentido tiene ir a ningún lado si nadie existe que me espere?
Por
supuesto que no le dijo esto nunca a Fernanda. Se limitó a decirle:
-Que peripecias
las tuyas, por fin un tipo no te coge como una bestia inmunda y ya deliras
amor. Ese es tu problema.
La miró un
poco más, Fernanda gritaba con su llanto. En el barcito oscuro y con la música
tan fuerte, nadie las notaba.
-Pelotuda-
dice Marina en voz baja.
Por
supuesto que, en realidad, Marina no quería ser así de maldita. Pero la exasperaba lo
intrascendental del sufrimiento de Fernanda. Bebía sorbitos de su trago: ella
no pedía cerveza, ella tomaba Cynar Julep, con menta y azúcar negra y kilos y
kilos de pretensión. La exasperaba pensar en la envidia que sentía: bien
recuerda que en la casa de Fernanda se juntan a comer todos los domingos entre
primos y tíos y abuelos, y que se llevan bien, mal que mal la buena familia
italiana. Bien sabía de sus noviecitos de la secundaria, de sus tres amigas que
siguieron juntas desde la adolescencia, de las compañeras de la universidad, de
sus parejas frustradas, de la cantidad de veces que alguien le había dicho “te
quiero”.
Hoy Fernanda lloraba sobre una almohada de finas plumas, con una funda
de exquisita seda, rellena con todo este soporte de recuerdos del amor. Lo que
Marina tenía para llorar, no era más que un agujero negro, supurando una suerte
de pus apetroleado, intenso, tan doloroso. No se acordaba de la última vez que alguien
le había dicho que la quería.
Fernanda
derramaba lágrimas a cántaros. La imagen de su amiga desparramada sobre la mesa
le recordó a Marina una escena de su infancia. Se acordaba de su hermana
llorando desesperadamente abrazada al inodoro. El dramatismo inundaba todos sus
recuerdos hasta el punto de que pensar en su vida le daba un poco de asco. En
fin, llorando desesperadamente, Madre entre en la escena, en sus recuerdos con
una gran máscara de madera, pesada y durísima. La recuerda danzando alrededor
de aquella a punto de ser sacrificada, y se puede ver a ella misma repitiendo
las líneas de una función a la que ha asistido al menos unas trece veces (una
quizás por cada año de su vida, pero debe haber otras trece más en alguna
parte).
Madre
terrible, como una fuerza natural destructora, brama con la intensidad propia
de quien sumergió sus entrañas en las aguas del infierno:
-¡¿Qué
mierda te pasa Carolina?! ¡¿Qué es este escándalo que me tengo que comer acá en
mi casa?!
Madre nunca fue la sujeta más tierna ni comprensiva de la casa. Si se le pregunta, la culpa es de Nona, que no la dejó ser bailarina del Teatro Colón. O será quizá por ese padre de Marina, empezando una larga cadena de aplastamiento de cabezas, que la transforma en lo que es hoy.
Su hermana
contesta:
-¡Oh Madre,
señora de las nubes, de los cerros! ¿He escuchado realmente lo que me dices,
que es lo que oigo, que sale de tus labios? ¿Me preguntas, oh Madre, señora de
las nubes y de los cerros, qué mierda me pasa? ¿Qué es este escándalo que hago?
Pues Fabián, Madre, señora de las nubes y de los cerros, ¡me ha dejado!
Madre se
golpeaba el pecho y danzaba, gritando de una manera brutal. Un tambor sonaba expectante como desde la misma nada, lo recuerda Marina perfectamente, saliendo
el sonido como si fuera una falla del calefactor. Madre profirió un alarido:
-¡Ajuah,
ajuah! ¿Princesa de las nubes, de los cerros, te he oído yo decir, ha salido de
tus labios, que a mi pregunta sobre qué mierda pasa, has contestado que “Fabían
te ha dejado”?
El tono
bajaba de repente en gravedad y los tambores no se escuchaban. Todo se volvía
cotidiano y se desdramatizaba en su memoria, pero la máscara de madera no caía.
-¡Pero por
favor Carolina, que pelotudes! ¡Por un pibito te vas a poner así!
A lo que su
hermana contestaba:
-¡Vos no
entendés nada mamá, yo estoy ENAMORADA de Fabián!
Los
tambores recomenzaban a sonar fuertemente y hombres salían, disfrazados de
tigres, de enormes pájaros, de serpientes, y comenzaban a bailar al ritmo de la
percusión. Madre da otro grito terrible y los ojos detrás de la pesada máscara
se le prenden fuego. Exclama, gravemente:
-¡Es la
hora, es la hora! Declaro, hija mía, ya declaro, que usted, además de puta, de
re puta, de recontra re mil puta, es encima ¡una puta muy pelotuda! Entregad a
mi hija la pecadora al sacrificio.
Y Marina
recuerda como su madre tomó a su hija del cuello, le hizo un corte profundo
desde el sobaco, y le arrancó el corazón. La ve lamerlo, masticarlo, y mientras
se producía este horror sangriento, miró a su otra hijita a los ojos, aterrada,
que bien podía tener trece años como cinco. Y susurró, lo suficientemente
fuerte como para que la escuche, mostrándole el corazón:
Nunca
compartas esto con nadie…-y siguió mirando a su hija la mayor, aburridísima,
mientras esta vomitaba de tanto llorar.
Marina bajó
a tierra de pronto al darse cuenta de que Fernanda se había dormido encima de
la mesa. Si ya estaba intranquila se sintió llegar al punto máximo de la
irritabilidad, y consideró muy seriamente dejarla tirada en la mesa e irse
sola. Pero ciertamente Fernanda era la única amiga que le quedaba: se las había
arreglado para pelearse con todas las demás.
Fernanda la
conocía hace poco, y ya Marina había entendido que tenía que mostrar todo lo
feo desde un primer momento para no llegar a la catástrofe de siempre. Otro
punto a favor es que Fernanda la conoció deprimida, así que no iba a correr
espantada si Marina le contaba que hacía cuatro días que no se levantaba de la
cama, que no se bañaba, que no se peinaba, y que no hacía más que masturbarse y
llorar. Fernanda entendía esa secuencia de Marina. No entendía el porqué de
fondo en la cuestión, pero lo explicaba en sus propios términos. Fernanda
entendía a Marina apropiándola en sus propios horizontes, por una trampa del lenguaje. Y antes de que
alguien más le de vuelta la cara, Marina prefería aferrarse locamente a esa
amistad desconectada.
Se dispuso
a arrastrarla un par de cuadras, sin mucho éxito con la empresa de despertarla,
y encontró en una de esas tantas esquinas de Buenos Aires un café abierto. Era
bastante tarde. Calculaba que entre las dos y la cinco de la mañana. Por una de
sus tantas vanidades poéticas se rehusaba a salir con celular o con reloj.
Quería que se haga eterna la noche, se decía, pero siempre llegaba a su
departamento, sola, cansada, rota, perturbada, violada, violentada, golpeada,
asesinada por la vida, aproximadamente alrededor de la una de la mañana. Su
cuerpo no vivía la noche porque el día era demasiado extenuante para
transitarlo. La noche no se eternizaba: la eterna era ella, hundida en su
propia poesía, aquella que ya no podía escribir por sentirse demasiado estúpida
y poco talentosa.
A veces
incluso su propia trascendencia le parecía intrascendente hasta el punto de
parecerle la más enorme estupidez. Una chica se para en la esquina con un
vestido demasiado liviano, considerando el frío que hacía. Un auto se acercó y
ella entró y se fundió en la noche. Se la imagino, terrible, muerta. Pero mejor
aún, se la imagino asesinando al dueño del auto.
Su
trascendencia era intrascendente. Fernanda, destruida, sorbía su café de a
poquito, y se había antojado de submarino, así que estaba haciendo gestos y
monadas ridículas para llamar al mozo, hacer que le traiga un submarino, y muy
probablemente enseguida exigirle una hamburguesa, que el mozo iba a negar,
porque la cocina había cerrado hacía dos, tres horas, y muy probablemente le
iba a sugerir que amablemente mueva el culo de ahí y se vaya al carro de
choripanes de la plaza. Las plazas, lugares de encuentro. Marina piensa en la
chica en el auto; una vez, Madre, desesperada porque no le alcanzaba la plata,
se había colocado esa máscara de madera tan terrible, y había declarado:
¡A ti
hija, a ti, tú que no sabes de números sino de letras, maldita estúpida! ¡A ti
tu padre solicita mandarte prontamente a chupar pijas a la plaza!
Marina
apretó mucho su taza de té, como aquella vez, que terminó rompiendo el vaso de
jugo en su mano. Se recuerda corriendo al baño y gritando ¡mi alma está
podrida! ¡Asistan todos a ver esta última función, me alma por fin ha muerto,
mi cuerpo se ha podrido!
Y sin
embargo, su trascendencia era totalmente intrascendente. Trataba en general de
pensarse política: ¿cómo llorar porque nadie me quiere, si hace poco a un pibe
lo secuestró la gendarmería? Ponía la cara más grave que tenía y se dirigía a
la marcha, al punto de reunión, al medio del universo, y de pronto las náuseas
subían por su garganta y no podía cantar ni una canción. En el fondo, sentía
que ella también había desaparecido. Recordaba de nuevo:
-¿Qué
sentido tiene ir a ningún lugar, si no existe nadie que me espere?
Y de nuevo
la asaltaba esa sensación de irreparable estupidez. ¡Egoísta, egoísta, egoísta!
Le costaba tanto salir de su propio teatro interno. Se autodramatizaba. Se veía abrirse las muñecas en la bañera, pero en un
momento poderosamente estratégico, cosa que su madre, que su hermana, que los
hombres-animal de la casa la encontraran antes de morir. Las danzas se
organizarían alrededor de ella, pidiendo que vuelva a vivir. Llorarían por
ella: aquella amiga suya, que era tan preciosa, tan delicada, que tan poco le
importaba todo al su alrededor, lloraría por ella. La amaría. Todos la amarían.
Aquel tipo por el que hoy llora Fernanda, pero no ese, sino otro, también la
amaría. Todos la querrían, y por una vez, por una vez tal vez, ella al fin, no
amaría a nadie.
No quiero
morir, se decía a sí misma con la cuchillita en la mano. Solo quiero que me
quieran. La dejaba lejos de ella, y terminaba de bañarse ruborizada,
avergonzada de su estupidez.
Todo era
sobre eso, sobre sentirse idiota, sobre sentir que el otro es un idiota.
Fernanda le parecía increíblemente idiota clamando por una hamburguesa a las
cuatro y treinta y siete de la mañana en un café del centro de la
capital que te vendía un mini Lemon Pie a ciento diez pesos, ciento veinte si
te sentabas en las mesas de afuera. Ella se terminaba su tecito de jengibre,
jazmín y limón con miel, la maldita idiota, pretenciosa y deprimida. Fernanda
empezó a llorar al grito de ¡quiero una hamburguesa, quiero una hamburguesa,
quiero una hamburguesa! Marina se dispuso a pagar, pedir disculpas, y a
arrastrar ese desastre que era su única amiga.
De pronto
se dio cuenta de que estaba realmente cerca de su casa. Fernanda ya podía
caminar por su cuenta pero el antojo de hamburguesa persistía y la volvía
increíblemente insoportable. Pensó que a lo mejor podía llevarla hasta su
departamento, tirarla en el sillón, prometerle una hamburguesa casera y dejarla
dormirse antes de siquiera sacar la carne picada de la heladera. Propuso el
plan, y Fernanda aceptó contenta. “Gracias por cuidarme, amiga”. Esa palabra
todavía le ponía la piel de gallina y no podía evitar sonreír un poco.
Entraron al
edificio antiguo, de esos que tienen un solo piso, unas escaleras viejas de mármol, y se introdujeron por una de las tantas puertas verdes.
El departamento de Marina reflejaba su desolación interna: dos sillas, una
mesa, un sillón y una cama, al lado de la cocina en el mono-ambiente. Un
ventanal muy grande al lado de la cama. Muchísimos libros, que desparramaba en
un intento de parecer cool y
desprolija, pero que estaban acomodados estratégicamente para ser encontrados
en el momento justo, y nunca jamás se cruzarían en el camino de un vaso de vino
o un plato de comida.
Ya vengo,
voy al baño, le dijo a Fernanda. Se encerró. Se olvidó que tenía que hacer pis
cuando encontró su cara en el espejo. Era increíble lo que la angustia le había
hecho a su mirada: veía sus ojos corridos de su cara, su boca torcida y
gigantesca, su nariz que no tenía nada de especial en verdad, de pronto se veía
como una especie de morrón sobresaliente. La frente se le achicaba, las
mejillas se le hacían enormes y una papada horrible asomaba por debajo de su
mentón. Podía ver con claridad cada pelo de su cara, de su ceja, de su
entreceja, de su labio superior. Manchas rojas se le dibujaban en el rostro que
al otro día, cuando se despertara, y por un rato no recordara la angustia, no
se verían tan rojas.
De repente
se acuerda que tiene que hacer pis y se sienta en el inodoro. En la cortina de
vidrio de la bañera se sigue viendo reflejada. Veía su imagen patética,
sentada, con los pantalones bajos, dibujada con la pobre luz de la lamparita.
Había algo en esa ridiculez escatológica que le divertía y le gustaba: un
enorme grado de vulnerabilidad que no siempre mostraba, y que si mostraba, la
lastimaba terriblemente, estaba presente ahí, pero sin dañarla. Le gustaba, de
repente, verse. Se imaginaba mandando una foto así a algún tipo de por ahí y se
reía sola.
Se levantó,
se reencontró con su cara, ya no tan deformada. Pero sus ojos le recordaron a
la angustia: el rímel se le había corrido y había formado unas colosales
ojeras. ¿En qué momento? Ella no recordaba haber llorado ni transpirado. Se
lavó la cara.
De pronto
escucha alguien que abre la ventana y grita. O fue quizá un susurro.
Sale alarmada
del baño y se encuentra con, efectivamente, la ventana de al lado de la cama
abierta. La estúpida de Fernanda había orquestado un intento de suicidio desde
el primer piso. Bajó corriendo a verla. Dolorida, lloriqueaba llamando a una
mamá que en realidad había muerto cuando era muy chiquita, y bien que había
sido para mejor. Tuvo que llevarla a la guardia a que le enyesaran el brazo
izquierdo, roto en tres partes, y que por las dudas le pusieran un cuello
ortopédico. “Están grandes para estas pavadas”, les había dicho la médica.
Ay, si
supiera, como Marina toma su propia vida tan en serio como la siente una
estupidez.
Cuando
volvió a su departamentito, ya era de día. Por primera vez desde que había
arrancado la universidad había trasnochado por completo. Eran las siete de la
mañana y se sintió de nuevo de dieciocho años. ¿Qué estaba haciendo a los
dieciocho? Fumando mal, tomando mal, garchando mal, hablando mal.
Ah, pero
era tan feliz. Vivir si tenía sentido. Caminar también.
Algo que
vio al llegar a su casa la sorprendió a sobremanera. Todo el trayecto se
recordó pensando en la estupidez de Fernanda, en sus saltos idiotas, en su
suicidio ridículo, en sus mocos romanticones, en su apetito voraz, en el
pibito. El frenesí de la caída había sido tal que Marina no había notado que
Fernanda había escrito en la pared, con un fibrón negro, una despedida dedicada
a la mismísima fatalidad:
Para qué usar las puertas, si detrás de ellas, nadie existe que me
espere.
Sintió
Marina, en su angustia, la universalidad y la comprensión de un mundo nuevo. Y
tomándose el primer té de la mañana, sonrió como una idiota.
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