Lo renacido
http://www.laizquierdadiario.com/Video-Primeras-declaraciones-del-joven-mapuche-que-vio-como-se-llevaron-a-Maldonado
Tengo el
corazón completamente roto
¿Cómo
llegué hasta esta parte del mundo? En realidad no sé: supongo que fue un
encadenamiento de decisiones completamente conscientes, que hasta cierto punto
uno no puede controlar como siguen su curso. Que se te despierte la consciencia
es eso: la vida cotidiana de a poco se vuelve totalmente vana. ¿Quedarme parado
acá, cuando me doy cuenta que con tocar la fibra con la que está hecha la
realidad, esta en seguida se resquebraja por completo? ¿Estudiar una carrera,
recibirme, trabajar, tener un hijo? No es tan fácil con los ojos abiertos. Salir
del automatismo te hace entrar en una sucesión consciente de tomas de partido.
Así llegaba
yo, en camioneta, al Pu Lof Cushamen. Era de día. O anochecía. En realidad no me
acuerdo. En la comunidad yo no conocía a casi nadie, una o dos personas. Hacía
meses que su Lonco estaba encerrado en una cárcel, y venían tomando sistemáticamente
la ruta y resistiendo a la brutal represión. Años hacía que vivían bajo el
fuego. Un siglo entero de masacres. Los jefes y señores de la Sociedad Rural
Argentina tenían el divertido pasatiempo de recolectar y coleccionar los
cráneos de los mapuches que asesinaban en la Conquista del Desierto. La sangre
que se regó casi vuelve a la Patagonia en una tierra fértil.
Hoy en día
la tierra ni siquiera importa, sino aquello que hay debajo. Lo que subyace no
es ni más ni menos que memoria: es tracción a fuerza de lágrimas ancestrales.
De cuerpos podridos y sangre seca. Es mirar el horror y descender.
Ese día me
cebaron unos mates y me senté en ronda con ellos. Estaban tranquilos. Aún no se
olía el miedo en el aire, en los vientos patagónicos. No hablo del miedo de las
guerras burguesas: el hedor de ese miedo es una mezcla de mierda y orina, de
llanto y de saliva que cae de la boca abierta en gesto de pánico, es el olor de
la vuelta a la infancia repentina, ante la contradicción imposible de
comprender un absurdo. En el miedo de un indígena se huele la tensión, se palpa
con las manos, y aprieta totalmente el pecho. Nada allí es absurdo: todos saben
por qué pelean, la batalla es propia. El mundo, así como hoy funciona, en nada
los sorprende.
Yo me
sentía bastante bien (quizá por la certeza de estar donde tenía que estar). Me
recosté en el pasto, sintiendo en la piel la noche fría ¿Miraste alguna vez las
estrellas sobre Chubut? Son iguales a todas, pero gobiernan sobre montañas. Por
ejemplo, para situar un lugar más conocido, Comodoro Rivadavia (que no es la
ciudad favorita de nadie ni destila la belleza más exuberante) está
interrumpida constantemente por cerros arenosos y superficies montañosas.
Cruzás una calle y de repente, un cerro. Sentís que podes mirarlo a los ojos y
escuchar que te susurra “no pasarás”. Muy distinto a La Plata o a casi cualquier
lugar de Buenos Aires, incluso aquellos que tienen sus propias sierras y
colinas.
En Comodoro
gobiernan los cerros y montañas que transforman los caminos. A las montañas, en
medio del campo, en medio de tierra mapuche, las rigen y gobiernan las
estrellas, mientras existan, mientras se puedan ver.
Se hacen las
tres y media de la mañana y hay que subir a la ruta. Me acuerdo que toda la
ropa se me mojó por el rocío de la madrugada que cayó sobre la tierra y sobre
mí. Tenía las rastas llenas de pasto y mucho frío. Algunos quisimos cambiarnos
de ropa, y el compañero Matías me prestó una campera celeste, abrigadita y
cómoda. Le di unas palmadas en la espalda a modo de agradecimiento y me sonrió.
Empezamos a salir del Lof, ascendiendo hacia la ruta, con banderas y carteles,
pidiendo por la liberación del Lonco de la comunidad.
La calle
siempre fue el espacio político de lucha de todos los oprimidos y explotados.
¿No fue hace poco todo esto de los trabajadores de Pepsico? Parecen ya muchísimos
meses, años que pasaron, gracias al juego mediático que ha intentado tapar a toda
costa voces de trabajadores. Se levantan todas las mañanas, la realidad los
golpea de nuevo, y salen a la calle, a reclamar por una fábrica, por sus
puestos de trabajo. Exigen que les reparen heridas que tienen la consistencia
del lugar común: la herida abierta que lleva consigo la clase obrera.
Imaginate
ser mapuche. Imaginate a qué sabe ese lugar común. ¿Quién sabe de tu
existencia? ¿Quién te mira?
La
Gendarmería te mira. La Gendarmería siempre te ve, se entera de todo lo que
pasa. Juegan para intereses con nombre y apellido, y se preparan constantemente
para aplacar cualquier cosa que salte en su contra. A las cuatro y media de la
mañana vemos que los móviles de las fuerzas represivas empiezan a avanzar lentamente
por la ruta. Cincuenta cuerpos de mujeres y de hombres se tensan.
Yo no estoy
tan acostumbrado a esto. Me perturba la naturalidad de los compañeros, me corre
de los esquemas. Trago saliva. Si en esas miradas, tan fuertes como cansadas,
encuentro un sentimiento que me incomoda (el sentimiento de imposibilidad de
articular esta experiencia a mi vida entera), encuentro también un enorme
coraje. Me pongo la capucha para aguantar el frío y me preparo.
De pronto,
el caos.
El sol ya
había salido por completo. Una lluvia de balas comienza a caer sobre nosotros.
El fuego como eterno retorno de una nación masacrada. Te juro que es increíble
de ver: es tan grande el absurdo que ni siquiera te llegas a indignar, al ver
la trayectoria de cientos de balas dirigiéndose a tu cuerpo y al de tus
compañeros, con una impunidad imposible. La escena es casi surrealista, pienso
yo, no es la bala oculta y desesperada que corre en la noche cuando se roba
para comer. Ni siquiera es la bala, también siniestra e impune, que mata en la
oscuridad a un pibe de barrio. Es la bala de día y aplaudida por toda una
sociedad.
Igual
repito: esto ya no es un absurdo para los mapuches. Es cotidianidad.
El caos,
las balas de fuego. ¿Qué puede hacer una piedra contra eso? Trazar la
trayectoria de la resistencia. ¿Y después? ¿Cómo comparar la violencia del
oprimido frente a la del opresor? Definiciones de manual: la violencia del
opresor se ejerce sistemáticamente para perpetuar un sistema dominante que se
basa en la explotación y opresión de un grupo. La violencia del oprimido es
aquella que se ejerce cuando se decide reaccionar, de manera no pacífica, ante
el ejercicio de la violencia del opresor, en pos de liberar a la propia clase y
de acabar con el sistema que se basa en el aplastamiento del otro. La violencia
del oprimido quiere liberar a la humanidad. Otro detalle no menor, es que el
opresor tiene las armas, como dije recién.
Los
compañeros gritan y llaman a replegarse. Corremos hacia al río con toda la
velocidad que pueden alcanzar nuestras piernas. Las balas siguen rompiendo el
aire, rompiendo la fibra de una realidad sin conflicto aparente, de permanente
éxtasis. Una realidad que patea debajo de la cama los monstruos y que se toca
las comisuras de la boca, en un gesto que enseña sobre la permanente sonrisa.
Los relatos se resquebrajan con las balas.
¿Qué
gobierno no orquestó lo absurdo? Ninguno. Hombres y mujeres bañados en oro,
lavando plata, matando gente. Y del otro lado del río, los que saltan, los que
huyen, los que mueren de hambre.
Corremos
desesperadamente, corremos para vivir, corremos por instinto. Corremos como
corrieron todos antes que nosotros, escuchando los gritos de “dale, dispará”, “matá
a uno”, “indios de mierda, los vamos a cazar”. Incluso con la adrenalina a mil
por hora y sin tiempo de pensar, no deja de asombrarme esta crueldad. Y eso que
la estudié. Eso que la denuncio desde que tengo memoria. No es lo mismo que
sentirla encima.
Los
compañeros cruzan el río y a mí las piernas no me dan más. Quiero entrar al río
pero no llego. De repente un grito me hiela la sangre.
“Quieto,
estás detenido”.
Me toman entre
varios y me pegan con palos. Me reducen en el suelo y empiezan a pegarme
patadas en la cara, en el estómago, y en las piernas. Yo no puedo defenderme de
ninguna manera, ahí en el piso todavía húmedo, encerrado entre cuerpos enormes
y verdes, entre miradas de odio (miradas que no puedo ver pero imagino). Entre
tanto palo miro el cielo, y juro que podía, en medio de la mañana consumada,
ver todas las estrellas.
Un antiguo
mito maya dice que las estrellas son cuatrocientos muchachos que fueron
asesinados brutalmente por la monstruosa criatura Zipacná, cuando todos estos
intentaron derribarlo al notar su enorme poder y su soberbia. ¿Cómo llegaron
hasta el sur, hasta la Patagonia? Te juro que pude ver la mirada conocida de
algunos: pude ver sonrisas torcidas, pude ver a los pibes de los barrios. Los
vi a todos.
Me están
moliendo a palos. “Ya está, ya está”, me sale de la boca. Primero suavecito,
sin fuerza. Luego casi gritando. El dolor era insoportable. Solo puede
aguantarse cierta cantidad sin desmayarse, y yo estoy seguro que la sobrepasé.
Pero ya no podía perder la consciencia de ninguna forma.
Los
gendarmes me agarran y me meten en un unimog y me pasean un rato. Estoy
bastante confundido y adolorido. A la vez, lleno de certezas: huelo el miedo de
la guerra, saliendo de mi cuerpo. Esto no es la primera vez que pasa. Me
acuerdo de mi nombre: nombrar da poder. Mis enemigos no tendrán mi nombre: lo
tendrán mis compañeros, y para siempre será tan de ellos como mío.
Me bajan de
la unimog para meterme en una camioneta blanca. Una pared de gendarmes me tapa
para que nadie me pueda ver. Brevemente alcanzo a levantar la mirada: sobre la
colina un prócer imposible, a caballo, con la cinta en su cabeza que flamea con
el viento, me observa impasible. Me bajan la cara de una piña.
Me meten
adentro de la camioneta. Derramo sangre. Sangro esta sangre adulterada. Lloro y
ya no son mis lágrimas, sino aquellas lágrimas ancestrales que dieron energía a
esta tierra. Me atan con una cuerda los brazos y las piernas. Ya no puedo ver
nada. Pero todavía soy.
Hay un
cuento que te dan en la escuela, que es de Borges, sencillamente hermoso. Es La casa de Asterión. Es un cuento sobre
el minotauro y el laberinto, que culmina con su asesinato a manos de Teseo. El
cuento deconstruye por completo la mirada del otro: el monstruo se vuelve niño.
El narrador, una primera persona tierna y juguetona, cambia hacia el final para
conmover de una manera increíble al lector. Teseo dice:
“¿Lo
creerías Ariadna? El minotauro ni siquiera se defendió.”
No. No fue
así con Santiago. A Santiago se lo llevaron por la fuerza, se lo llevaron
resistiendo. Esa humanidad y su juego no se perdieron nunca.
Tengo el
corazón completamente roto.
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