Lo renacido

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Tengo el corazón completamente roto

¿Cómo llegué hasta esta parte del mundo? En realidad no sé: supongo que fue un encadenamiento de decisiones completamente conscientes, que hasta cierto punto uno no puede controlar como siguen su curso. Que se te despierte la consciencia es eso: la vida cotidiana de a poco se vuelve totalmente vana. ¿Quedarme parado acá, cuando me doy cuenta que con tocar la fibra con la que está hecha la realidad, esta en seguida se resquebraja por completo? ¿Estudiar una carrera, recibirme, trabajar, tener un hijo? No es tan fácil con los ojos abiertos. Salir del automatismo te hace entrar en una sucesión consciente de tomas de partido.

Así llegaba yo, en camioneta, al Pu Lof Cushamen. Era de día. O anochecía. En realidad no me acuerdo. En la comunidad yo no conocía a casi nadie, una o dos personas. Hacía meses que su Lonco estaba encerrado en una cárcel, y venían tomando sistemáticamente la ruta y resistiendo a la brutal represión. Años hacía que vivían bajo el fuego. Un siglo entero de masacres. Los jefes y señores de la Sociedad Rural Argentina tenían el divertido pasatiempo de recolectar y coleccionar los cráneos de los mapuches que asesinaban en la Conquista del Desierto. La sangre que se regó casi vuelve a la Patagonia en una tierra fértil.

Hoy en día la tierra ni siquiera importa, sino aquello que hay debajo. Lo que subyace no es ni más ni menos que memoria: es tracción a fuerza de lágrimas ancestrales. De cuerpos podridos y sangre seca. Es mirar el horror y descender.

Ese día me cebaron unos mates y me senté en ronda con ellos. Estaban tranquilos. Aún no se olía el miedo en el aire, en los vientos patagónicos. No hablo del miedo de las guerras burguesas: el hedor de ese miedo es una mezcla de mierda y orina, de llanto y de saliva que cae de la boca abierta en gesto de pánico, es el olor de la vuelta a la infancia repentina, ante la contradicción imposible de comprender un absurdo. En el miedo de un indígena se huele la tensión, se palpa con las manos, y aprieta totalmente el pecho. Nada allí es absurdo: todos saben por qué pelean, la batalla es propia. El mundo, así como hoy funciona, en nada los sorprende.

Yo me sentía bastante bien (quizá por la certeza de estar donde tenía que estar). Me recosté en el pasto, sintiendo en la piel la noche fría ¿Miraste alguna vez las estrellas sobre Chubut? Son iguales a todas, pero gobiernan sobre montañas. Por ejemplo, para situar un lugar más conocido, Comodoro Rivadavia (que no es la ciudad favorita de nadie ni destila la belleza más exuberante) está interrumpida constantemente por cerros arenosos y superficies montañosas. Cruzás una calle y de repente, un cerro. Sentís que podes mirarlo a los ojos y escuchar que te susurra “no pasarás”. Muy distinto a La Plata o a casi cualquier lugar de Buenos Aires, incluso aquellos que tienen sus propias sierras y colinas.

En Comodoro gobiernan los cerros y montañas que transforman los caminos. A las montañas, en medio del campo, en medio de tierra mapuche, las rigen y gobiernan las estrellas, mientras existan, mientras se puedan ver.

Se hacen las tres y media de la mañana y hay que subir a la ruta. Me acuerdo que toda la ropa se me mojó por el rocío de la madrugada que cayó sobre la tierra y sobre mí. Tenía las rastas llenas de pasto y mucho frío. Algunos quisimos cambiarnos de ropa, y el compañero Matías me prestó una campera celeste, abrigadita y cómoda. Le di unas palmadas en la espalda a modo de agradecimiento y me sonrió. Empezamos a salir del Lof, ascendiendo hacia la ruta, con banderas y carteles, pidiendo por la liberación del Lonco de la comunidad.

La calle siempre fue el espacio político de lucha de todos los oprimidos y explotados. ¿No fue hace poco todo esto de los trabajadores de Pepsico? Parecen ya muchísimos meses, años que pasaron, gracias al juego mediático que ha intentado tapar a toda costa voces de trabajadores. Se levantan todas las mañanas, la realidad los golpea de nuevo, y salen a la calle, a reclamar por una fábrica, por sus puestos de trabajo. Exigen que les reparen heridas que tienen la consistencia del lugar común: la herida abierta que lleva consigo la clase obrera.

Imaginate ser mapuche. Imaginate a qué sabe ese lugar común. ¿Quién sabe de tu existencia? ¿Quién te mira?

La Gendarmería te mira. La Gendarmería siempre te ve, se entera de todo lo que pasa. Juegan para intereses con nombre y apellido, y se preparan constantemente para aplacar cualquier cosa que salte en su contra. A las cuatro y media de la mañana vemos que los móviles de las fuerzas represivas empiezan a avanzar lentamente por la ruta. Cincuenta cuerpos de mujeres y de hombres se tensan.

Yo no estoy tan acostumbrado a esto. Me perturba la naturalidad de los compañeros, me corre de los esquemas. Trago saliva. Si en esas miradas, tan fuertes como cansadas, encuentro un sentimiento que me incomoda (el sentimiento de imposibilidad de articular esta experiencia a mi vida entera), encuentro también un enorme coraje. Me pongo la capucha para aguantar el frío y me preparo.

De pronto, el caos.

El sol ya había salido por completo. Una lluvia de balas comienza a caer sobre nosotros. El fuego como eterno retorno de una nación masacrada. Te juro que es increíble de ver: es tan grande el absurdo que ni siquiera te llegas a indignar, al ver la trayectoria de cientos de balas dirigiéndose a tu cuerpo y al de tus compañeros, con una impunidad imposible. La escena es casi surrealista, pienso yo, no es la bala oculta y desesperada que corre en la noche cuando se roba para comer. Ni siquiera es la bala, también siniestra e impune, que mata en la oscuridad a un pibe de barrio. Es la bala de día y aplaudida por toda una sociedad.

Igual repito: esto ya no es un absurdo para los mapuches. Es cotidianidad.

El caos, las balas de fuego. ¿Qué puede hacer una piedra contra eso? Trazar la trayectoria de la resistencia. ¿Y después? ¿Cómo comparar la violencia del oprimido frente a la del opresor? Definiciones de manual: la violencia del opresor se ejerce sistemáticamente para perpetuar un sistema dominante que se basa en la explotación y opresión de un grupo. La violencia del oprimido es aquella que se ejerce cuando se decide reaccionar, de manera no pacífica, ante el ejercicio de la violencia del opresor, en pos de liberar a la propia clase y de acabar con el sistema que se basa en el aplastamiento del otro. La violencia del oprimido quiere liberar a la humanidad. Otro detalle no menor, es que el opresor tiene las armas, como dije recién.

Los compañeros gritan y llaman a replegarse. Corremos hacia al río con toda la velocidad que pueden alcanzar nuestras piernas. Las balas siguen rompiendo el aire, rompiendo la fibra de una realidad sin conflicto aparente, de permanente éxtasis. Una realidad que patea debajo de la cama los monstruos y que se toca las comisuras de la boca, en un gesto que enseña sobre la permanente sonrisa. Los relatos se resquebrajan con las balas.

¿Qué gobierno no orquestó lo absurdo? Ninguno. Hombres y mujeres bañados en oro, lavando plata, matando gente. Y del otro lado del río, los que saltan, los que huyen, los que mueren de hambre.

Corremos desesperadamente, corremos para vivir, corremos por instinto. Corremos como corrieron todos antes que nosotros, escuchando los gritos de “dale, dispará”, “matá a uno”, “indios de mierda, los vamos a cazar”. Incluso con la adrenalina a mil por hora y sin tiempo de pensar, no deja de asombrarme esta crueldad. Y eso que la estudié. Eso que la denuncio desde que tengo memoria. No es lo mismo que sentirla encima.

Los compañeros cruzan el río y a mí las piernas no me dan más. Quiero entrar al río pero no llego. De repente un grito me hiela la sangre.

“Quieto, estás detenido”.

Me toman entre varios y me pegan con palos. Me reducen en el suelo y empiezan a pegarme patadas en la cara, en el estómago, y en las piernas. Yo no puedo defenderme de ninguna manera, ahí en el piso todavía húmedo, encerrado entre cuerpos enormes y verdes, entre miradas de odio (miradas que no puedo ver pero imagino). Entre tanto palo miro el cielo, y juro que podía, en medio de la mañana consumada, ver todas las estrellas.

Un antiguo mito maya dice que las estrellas son cuatrocientos muchachos que fueron asesinados brutalmente por la monstruosa criatura Zipacná, cuando todos estos intentaron derribarlo al notar su enorme poder y su soberbia. ¿Cómo llegaron hasta el sur, hasta la Patagonia? Te juro que pude ver la mirada conocida de algunos: pude ver sonrisas torcidas, pude ver a los pibes de los barrios. Los vi a todos.

Me están moliendo a palos. “Ya está, ya está”, me sale de la boca. Primero suavecito, sin fuerza. Luego casi gritando. El dolor era insoportable. Solo puede aguantarse cierta cantidad sin desmayarse, y yo estoy seguro que la sobrepasé. Pero ya no podía perder la consciencia de ninguna forma.

Los gendarmes me agarran y me meten en un unimog y me pasean un rato. Estoy bastante confundido y adolorido. A la vez, lleno de certezas: huelo el miedo de la guerra, saliendo de mi cuerpo. Esto no es la primera vez que pasa. Me acuerdo de mi nombre: nombrar da poder. Mis enemigos no tendrán mi nombre: lo tendrán mis compañeros, y para siempre será tan de ellos como mío.

Me bajan de la unimog para meterme en una camioneta blanca. Una pared de gendarmes me tapa para que nadie me pueda ver. Brevemente alcanzo a levantar la mirada: sobre la colina un prócer imposible, a caballo, con la cinta en su cabeza que flamea con el viento, me observa impasible. Me bajan la cara de una piña.

Me meten adentro de la camioneta. Derramo sangre. Sangro esta sangre adulterada. Lloro y ya no son mis lágrimas, sino aquellas lágrimas ancestrales que dieron energía a esta tierra. Me atan con una cuerda los brazos y las piernas. Ya no puedo ver nada. Pero todavía soy.

Hay un cuento que te dan en la escuela, que es de Borges, sencillamente hermoso. Es La casa de Asterión. Es un cuento sobre el minotauro y el laberinto, que culmina con su asesinato a manos de Teseo. El cuento deconstruye por completo la mirada del otro: el monstruo se vuelve niño. El narrador, una primera persona tierna y juguetona, cambia hacia el final para conmover de una manera increíble al lector. Teseo dice:

“¿Lo creerías Ariadna? El minotauro ni siquiera se defendió.”

No. No fue así con Santiago. A Santiago se lo llevaron por la fuerza, se lo llevaron resistiendo. Esa humanidad y su juego no se perdieron nunca.


Tengo el corazón completamente roto. 

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